Thursday, March 15, 2018

Recordar es volver a vivir


     Las culpas de los niños son tan inocentes, que recordar nuestras travesuras infantiles simplemente nos causa gracia y mucha ternura. Aún recuerdo con gran alegría los veranos que Fernanda, mi prima menor, y yo pasábamos en el rancho de mi abuela en Jalisco, México. Éramos como dos muñequitas corriendo por todo el jardín desde que cantaban los gallos al amanecer, hasta que se acurrucaban las palomas al anochecer. Siempre había algo que hacer en el rancho, más que nada por la imaginación que de niñas cargábamos las dos. Uno de esos días soleados, mientras Fernanda y yo jugábamos a “la comidita”, actuando como grandes chefs utilizando trastecitos pequeños, lodo, agua y plantas, se nos ocurrió una gran idea. Una gran idea que nos llevó a una acontecimiento catastrófico.
     Estábamos en el patio trasero bajo la sombra fresca del tejabán. Frente a nosotras había una gran cantidad de plantas pintadas de diferentes tonos de verde y también una variedad de flores de distintos colores, tamaños y figuras. Cuando observábamos todo lo que teníamos frente a nosotras, notamos tres matas pequeñas que tenían unos chiles muy llamativos, del color del chapulín colorado, colgando de sus diminutas ramas. En ese momento las dos sabíamos que teníamos la misma idea en la mente; ¡los chiles serían el toque perfecto para finalizar nuestro platillo!
     Fernanda me miró y me preguntó: ㄧ¿Y si le pedimos permiso a abuelita?ㄧ yo inmediatamente accedí a su propuesta. En un abrir y cerrar los ojos, nosotras ya íbamos corriendo por el camino de tierra en busca de mi abuela para pedirle permiso. Con una expresión de desilusión nos regresamos al tejabán pocos segundos después, ya que mi abuela nos había negado nuestra grandiosa idea, advirtiendonos que era peligroso porque nos podíamos enchilar sin querer. Ambas teníamos muchas ganas de usar esos chiles colorados, y en nuestra mente de niño decidimos tomarlos en secreto y sin que nadie se diera cuenta para así poder darle el toque especial a nuestra comidita. Usualmente las dos éramos muy bien portadas, yo era mayor algunos años mayor que ella y por esa razón tenía ideas más traviesas o con un objetivo furtivo.
     Con mucha discreción, nos acercamos a las matas y rápidamente cortamos uno cada una. Muy risueñas nos devolvimos a nuestra cocina imaginaria y sin demorarnos ni un minuto empezamos a picarlo. Poco después de estar picando mi chile, empecé a sentir un ardor que se extendía vehemente en mi ojo derecho, como si hubiera sido encendido por las llamas de un cerillo. Cuando volteé a ver a Fernanda, con el ojo izquierdo mientras el derecho lo tapaba con mi mano, me di cuenta que su nariz estaba roja, parecía Rodolfo el reno. En ese momento yo me preguntaba si ella tenía la misma sensación. 一¿Acaso estás sintiendo lo mismo que yo?一 le pregunté confiando en que ella sabía de lo que yo estaba hablando. Antes de que me diera una respuesta, Fernanda saltó de su silla y empezó a aletear como un pájaro. --¡ARDE! ¡ARDE!--gritaba con una voz chillante.
     Inmediatamente le tomé las manos diciéndole que bajara la voz porque seguramente alguien nos podría escuchar. Mientras le preguntaba qué le ardía, sin pensarlo me tallé los dos ojos a la misma vez, y resultó en un problema aún más grande. ¡Ahora las dos teníamos los ojos irritados y llorosos! Me di cuenta que la causa de todo fueron los chiles. Efectivamente la abuela tenía razón, sin darnos cuenta nos enchilamos los ojos con nuestras manos que habían tocados los chiles. De tanto dolor que sentíamos ambas, no podiamos ni abrir los ojos. Como si hubiéramos perdido la vista, tuvimos que encontrar una forma de llegar a la parte frontal de la casa donde estaba la pila de agua para poder lavarnos los ojos. Decidimos tomarnos de la mano y con la otra ir tocando las cosas a nuestro alrededor para poder ubicarnos por medio de lo que estábamos tocando. Lo más difícil fue llegar del tejabán a la pared de la casa, pero en cuando lo logramos, nos guiamos de la pared, rodeando la casa entera hasta llegar a la pila de agua.
     En cuanto sentimos el agua correr entre nuestros dedos supimos que pronto nos desharíamos del dolor que sentíamos. Sin pensarlo dos veces, sumergimos la cara en el agua por unos cuantos segundos. Al sacarla dimos un gran suspiro de alivio, al fin pudimos abrir los ojos y todo había vuelto a la normalidad. De esa experiencia aprendí que siempre es una mejor idea escuchar a tus mayores, sin importar cuantas ganas tengas de hacer algo. Claro, también aprendimos las dos que no es bueno jugar con chiles. Lo único que agradezco de esta historia es que me da algo de qué hablar con mi prima para pasar un rato muy agradable y al recordar sentir como si fuese niña otra vez.

1 comment:

  1. Me dió mucha risa y gracia la historia ya que a mi me había sucedido algo igual de pequeña.

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